domingo, 15 de agosto de 2010

Ferrara, Francisco, La Simulación de los Negocios Jurídicos, (traducción de Rafael Atard y Juan a. de la Puente),

Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1960, Capitulo VII


68.- Para que la apariencia del negocio jurídico o su verdadera naturaleza se declaren judicialmente, no obstante la simulación, es indispensable la prueba.

Quien invoca protección de la ley en defensa de su derecho, violado o amenazado de serlo, debe fundamentar su pretensión en hechos capaces de llevar el convencimiento al ánimo del juzgador, para lograr un fallo favorable, ya que en el pleito -la lucha por el derecho- lo no probado no se toma en consideración: es como si no existiera. De ahí que pueda producirse una certeza legal por procedimientos defectuosos, en contraste con la verdadera realidad, que quedaría sin protección. La consecuencia, para las partes litigantes, de la omisión de actuaciones procesales es el empeoramiento de su posición judicial, que puede conducir a la pérdida del pleito, es decir, a que no se estime la pretensión aducida. Ahora bien; el acto jurídico se estima verdadero y, por tanto, con fuerza material de producir efectos, mientras la ficción o disfraz no se prueben; y aún más, debido a la presunción de legitimidad que lo acompaña, basta su alegación para que produzca consecuencias jurídicas, correspondiendo a otros demostrar su ilegitimidad, ya que el Derecho, como la vida, distingue lo normal de lo que no lo es y parte siempre del principio de la normalidad. Además, la simulación del negocio jurídico es un fenómeno anómalo, puesto que, normalmente, la voluntad manifestada corresponde a la voluntad verdadera. Incumbe, pues, a quien pretenda restar eficacia o lograr una distinta de la que dimana normalmente de un contrato, probar el hecho anormal del conflicto entre la voluntad y su manifestación. Y esta prueba debe ser completa y segura, ya que si quedase la duda de que el acto pudiera ser verdadero y contener la voluntad seria de los contratantes, habría de preferirse esta interpretación y rechazarse la que condujera a anular o variar los efectos de aquél. "In dubio benigna interpretatio adhibenda est, ut magis negotium valeat quam pereat".


Incumbe, pues, repetimos, la prueba de la simulación a quien la alega y pretende sacar de ello consecuencias a su favor: al contratante, por tanto, que impugna el contrato contra la otra parte, o a los terceros que dirijan su impugnación contra las partes contratantes. Es lo mismo que la simulación se alegue por vía de acción o de excepción, pues el que excepciona debe probar a su vez el fundamento de su pretensión en contrario. Impugnada, por tanto, una obligación por falsedad de la causa, si el actor demuestra la inexistencia de la causa expresada, puede el demandado probar la existencia de otra causa lícita que quiso ocultar la simulación .


La acción de simulación puede dirigirse lo mismo contra un documento privado que contra uno auténtico, y aun puede admitirse la hipótesis, rara desde luego, de impugnación por simulación de un contrato verbal. Hoy no merece discutirse la anticuada opinión de que contra un instrumento público no puede accionarse por simulación y deba procederse interponiendo demanda de falsedad, porque dicha opinión tenía por fundamento una confusión de conceptos. La impugnación del acto por falsedad sólo debe intentarse cuando haya sido alterada la verdad material de las manifestaciones de las partes o de los hechos ocurridos en presencia del funcionario público que tiene a su cargo la fe o autenticación del acto (art. 1.317). La verdad de las manifestaciones, la verdadera intención de los contratantes, el elemento subjetivo del consentimiento, quedan, por el contrario, completamente ajenos al acto y a su autenticidad, y admiten prueba en contrario, no obstante la fe atribuida al instrumento público. Y ni siquiera cuando se discuta la certeza de hechos ocurridos ante funcionario público, como pago de metálico, entrega de documentos, etc., será preciso demanda de falsedad, porque la verdad objetiva que atestigua el documento no es lo que se contradice, sino su sinceridad, y ésta no puede garantizarla el funcionario.


69.- Estudiaremos ahora los medios de prueba de la simulación, diversos en cuanto a su admisibilidad y respecto a su eficacia con relación a contratantes o a terceros, razón por la cual conviene proceder con separación en este examen.


1. De la prueba entre las partes contratantes.-

Es antigua la creencia, que en distintas formas y con diversas atenuaciones subsiste todavía, de que no se da entre partes la prueba de la simulación. Los contratantes, se dice, no pueden llamarse a engaño, no pueden intentar descubrir la ficción frente al público para mejorar su posición jurídica: nemo auditur turpitudinem propriam allegans.

He aquí precisamente uno de los casos en que la sospecha de simulación constituye uno de los supuestos de la norma, y, sin embargo, ésta se presenta como principio imperativo de carácter abstracto y general, sin llegar a convertirse en una praesum ptio iuris et de Jure.

El razonamiento en que se funda esta tesis es el siguiente: precisa distinguir los actos para los que la forma escrita es simplemente probatoria, de aquellos otros para los cuales tiene eficacia constitutiva. Estos últimos no existen en Derecho sin la forma necesariamente requerida ad solemnitatem. Y si esto se requiere para el contrato manifiesto que se desea impugnar otro tanto -debe exigirse cuando la impugnación consiste en probar la existencia de un acto contrario y oculto que destruye la eficacia del acto aparente. Debe, pues, constar igualmente por escrito este acto secreto negativo, y consistir precisamente en una declaración contraria. Cualquier otro medio de prueba deberá rechazarse, porque forma dat esse rei.

La simulación, dice Satta, implica un acuerdo verdadero, que destruye el acto aparente, igual en absoluto, aunque contrario, al anteriormente establecido; y de esa igualdad se deduce que igual ha de ser también la prueba. Y en otro lugar añade: "La prueba de la simulación presupone un pacto, una verdadera estipulación entre los contratantes, de no atribuir eficacia jurídica alguna al contrato realizado. Tal pacto forma parte integral del convenio aparente, y de ahí que la prueba deba ser igual."

L. Ferrara dice así: "Puesto que, según el art. 1.314, el negocio jurídico ha de revestir necesariamente la forma escrita, sólo una declaración contraria, también escrita, puede tener la fuerza necesaria para probar la simulación del acto impugnado. Sostener lo contrario equivaldría a sustituir las contradeclaraciones que la ley exige de modo expreso por la prueba de testigos." (¿Dónde puede encontrarse esa sustitución?).

El error fundamental de esta teoría está en un falso concepto de la simulación, en el que se reflejan las ideas comunes de la doctrina francesa. En el negocio simulado no existe un paralelismo. de dos contratos opuestos y contradictorios, ni la unión de una convención verdadera con otra que la destruye y anula; de una lettre y una contre-lettre. No; el negocio simulado es único, falto en su origen de consentimiento e inexistente, y la declaración contraria no puede modificar la eficacia, sino declarar la ineficacia inicial del acto fingido. Por ello, la prueba de la simulación no. tiene por objeto demostrar la existencia de una convención u obligación negativa antitética de la conocida, sino hacer ver la falta del elemento espiritual del contrato: del consentimiento. Pero esta prueba no va contra el. principio sentado en el art. 1.314. No es dudoso que, aun respecto del acto escrito ad substantiam, sea admisible la prueba de un posible vicio del consentimiento que afecte también a la relación, cual el error, el dolo y la violencia. El caso de la simulación es perfectamente análogo a éstos: los contratantes quieren probar una divergencia entre la voluntad y su manifestación, involuntaria en el error, voluntaria y consciente en la simulación. El documento en sí permanece inatacado, y sólo se discute el elemento psicológico; es decir, que la verdadera intención de los contratantes no aparece ni resulta expresada en el documento. Y lo mismo puede decirse de la simulación relativa: cuando se simula una donación bajo la forma de una venta, no es que haya dos actos diferentes e independientes entre sí, uno de los cuales deba ser sustituido por el Otro, sino un acto único disfrazado bajo apariencia falsa; sirviendo entonces la prueba de la simulación para poner en claro únicamente la verdadera intención de los contratantes, pero no para demostrar la existencia de otro acto diferente que haya de contraponerse al primero.

Es de notar, por último, que de la opinión que combatimos se deduce una consecuencia verdaderamente anómala. Si ha de admitirse que la simulación se resuelve en otra convención igual y contraria a la convención manifiesta, y que ambas deben constar en igual forma, será preciso admitir igualmente que para probar, verbigracia, la simulación de una donación, los contratantes necesitan preconstituir otra contradeclaración en documento público, ¡Huelga el comentario!


70.-Preparado el terreno con estos conceptos preliminares, examinaremos atentamente cuál sea el sistema seguido por el Código italiano. No hemos de aplicar ningún ius singulare, sino recordar sencillamente los principios generales sobre prueba de las obligaciones. Los contratantes pueden demostrar la simulación por cualquier medio, a excepción, por lo general, de la prueba de testigos y de presunciones. Esta limitación resulta del art. 1.341, que prohíbe la prueba testifical para desvirtuar o ampliar lo manifestado en una escritura; norma extensiva a las presunciones, conforme a lo dispuesto en el art. 1.354. Pero, tratándose de la simulación de un acto escrito, han de ser aplicables las mismas excepciones que se oponen a estos principios y que permiten la prueba oral y de presunciones (arts. 1.347 y 1.348).

Por consiguiente, a más de la prueba preconstituida, en la que aparece documentada la simulación mediante la correspondiente escritura, y de la facultad excepcional de valerse de testigos y presunciones, conforme con los artículos citados, los contratantes pueden utilizar, sin que se oponga a ello el Derecho positivo:

1°, La confesión, por la que la parte contraria, en juicio o extrajudicialmente, reconoce la ficción o el disfraz del contrato impugnado. 2°, el interrogatorio, mediante el cual uno de los contratantes puede obligar al otro a responder a preguntas relativas a hechos concretos y articulados, conducentes a provocar o conseguir la confesión; 3°, el juramento deferido o referido por un contratante al otro, respecto a la simulación del negocio jurídico, y prestado en sentido afirmativo, mediante el cual la cuestión de si existe ficción o disfraz en el acto queda decidida por la voluntad del que presta el juramento.

En todos estos casos no se trata de destruir la eficacia probatoria del documento, sino de probar la existencia de una voluntad, y cuál sea ésta, en los contratantes que lo redactaron; por lo cual la prohibición que resulta del art. 1.364 aparece inaplicable.

71.- Mas, si es verdad que los contratantes pueden utilizar todos estos medios de prueba, no es menos cierto que no todos ellos son igualmente eficaces para demostrar la simulación, y que el excluir, por regla general, la prueba de testigos y de presunciones, que es la más adecuada para descubrir el misterio que envuelve el contrato, coloca a los contratantes en posición difícil y peligrosa; y de aquí que entiendan necesario para su seguridad preconstituir una prueba documental de la simulación, viniendo a resultar la prueba escrita para las partes como una normal cautela, más que una necesidad .Ahora bien; estos actos, que entre los contratantes vienen a levantar el velo de la simulación realizada, llámanse contradeclaraciones y están explícitamente reconocidos con efectos limitados por el artículo 1.319 del Código civil. En Francia se denominan contre-lettres, y se ha conservado la palabra lettre con su significado tradicional de documento público, cual las lettres royaux, las lettres de rescission, y aún hoy se dice en Italia prueba letterale. Precisa, no obstante, estudiar, este concepto, tanto por aparecer algo confuso en la mayoría de los tratadistas, como por las importantes consecuencias que se deducen de esta teoría.

¿Qué es una contradeclaración? Si buscamos la respuesta en los tratadistas de la materia, veremos que consiste en una convención u obligación que viene a modificar o anular una convención anterior. Opinión inexacta que se refiere a un concepto muy discutido de la simulación, cual resultado de dos convenciones contradictorias que se neutralizan entre sí. Para los escritores franceses y algunos italianos que les siguen, la contradeclaración sería la segunda de esas convenciones, llevada a cabo secretamente para contradecir la primera. No es así. La contradeclaración no viene a quitar eficacia a un negocio anterior perfecto, ni es un contrato resolutorio o que anule el precedente, sino una mera declaración que sirve tan sólo para hacer constar la simulación existente desde un principio. La contradeclaración nada añade ni quita al contrato; no hace sino remover su apariencia, restituyéndole su genuina fisonomía, según estuvo en el ánimo de los contratantes. La contradeclaración refleja la verdadera intención de éstos, mostrando, o que un contrato no ha existido, o que existió otro diferente o entre personas distintas.

La contradeclaración es, por decirlo así, la documentación de la simulación inter partes, a manera de prueba para perpetua memoria que las partes constituyen en garantía de su respectiva posición jurídica.

Analicemos su esencia más a fondo. En las contradeclaraciones, las partes vienen a reconocer con fines probatorios la no subsistencia o la existencia con diferente contenido de una relación jurídica, por lo cual me parece exacta su clasificación entre los negocios jurídicos que establecen un hecho para fines de seguridad (Negozi d'accertamento. Feststellungsgeschafte). La contradeclaración consiste precisamente en un acto de reconocimiento escrito, que se caracteriza como reconocimiento negativo en la simulación absoluta, según la terminología de Bekker.

Es, pues, la contradeclaración un acto por el que las partes re-~ conocen por escrito, y con fines probatorios, la simulación total o parcial o la ocultación de un contrato.

Dos son, por tanto, los elementos que componen la contradeclaración: uno, interno y sustancial, el reconocimiento, y otro, externo o formal, la escritura privada en que consta la declaración. De esta duplicidad de elementos se deriva un doble orden de corolarios.

Puesto que la contradeclaración es un acto de reconocimiento; es indispensable para su existencia y validez que se cumplan todos los requisitos de los negocios jurídicos, cuyos principios tendrían aquí exacta aplicación. Es, pues, preciso que los declarantes tengan capacidad jurídica para hacer tal declaración. Si la contraescritura se hiciere por un menor o interdicto, o por un menor emancipado, o por un incapacitado respecto de actos para los cuales se necesita la asistencia o la observancia de ciertos requisitos tutelares, será anulable, aunque producirá el efecto especial de dejar subsistente el contrato simulado, caso de que por otros medios no sea posible determinar su verdadera naturaleza. En tales casos sólo podrá hacerse una contradeclaración válida, o por el representante legal del incapaz, o mediante la observancia de las formalidades tutelares exigidas, en cuanto éstas resulten compatibles con el carácter secreto del acto. Por lo demás, la contradeclaración podrá ser impugnada cuando el consentimiento de los que la hacen haya sido viciado por error, violencia o dolo. Es frecuente en la práctica esta última acción, con la cual uno de los contratantes, inducido con engaños a hacer una escritura falsa quiere restarle eficacia en evitación del peligro de que sea anulado un negocio serio y verdadero. Pero la contradeclaración misma puede ser simulada, con el fin de hacer aparecer como fingido un contrato válidamente celebrado, y en tal caso serán aplicables los principios generales de la simulación. Finalmente, la contradeclaración puede ser nula si tiene carácter ilícito, como en el caso de que se halle prohibida de un modo expreso. Ejemplo de ello son, en Francia, las contre-lettres que intervienen en las cesiones o enajenaciones de oficios para elevar el precio simulado que se somete a la aprobación del Gobierno, las cuales se declaran sin efecto, como contrarias, a la ley de 28 de abril de 1816.

Puesto que la contradeclaración reviste la forma de documento privado, le serán aplicables las normas que regulan esta materia. Debe constar, consiguientemente, por escrito y ser firmada, por las partes. Si la contradeclaración se presenta bajo la forma de reconocimiento unilateral, en vez de asumir el aspecto de un contrato de reconocimiento (ninguna dificultad hay en admitirlo), bastará la firma del que la hace; suponiendo que la declaración vaya contra los intereses del mismo declarante, como si el fingido comprador reconoce no haber adquirido, o el deudor declara no haber pagado, a pesar de un falso recibo, ya que el caso contrario de un contratante que preconstituye un título de prueba a su favor carece de eficacia, salvo que el documento se otorgue y entregue espontáneamente al interesado.

Para que la contradeclaración surta efecto es necesario que sea reconocida. Si aquel contra quien se produce en juicio desconoce su propia escritura o su firma, es preciso que quien invoca la contradeclaración pida una comprobación judicial. Reconocida o comprobada la contradeclaración, hace plena fe entre los declarantes, sus herederos y causahabientes en cuanto a todo su contenido y también en cuanto a la fecha, no bastando presunciones ni pruebas testifiscales para destruir su verdad, por oponerse a ello la expresa prohibición del art. 1.341.

72.- Precisando el concepto de la contradeclaración, estudiaremos sus requisitos, distinguiendo tal figura de otras formas afines con las que pudiera confundirse. Inútil parece hacer una crítica de la doctrina dominante, la cual, partiendo de falsos conceptos, exige en las contradeclaraciones, o la coexistencia de dos convenciones contradictorias, o el efecto modificativo de la segunda convención, o el secreto del acto, etc., y nos limitaremos, por tanto, a exponer nuestra opinión.

Para que haya contradeclaración se necesita: 1°, un acto que venga a declarar y hacer constar la simulación u ocultación de otro acto o contrato; 2°, que el reconocimiento de la simulación emane de sus mismos autores.

Por el primero de estos requisitos, la contradeclaración se diferencia de la resolución consensual y de todas las modificaciones o derogaciones realmente aportadas a un contrato valedero. Los interesados pueden resolver una relación jurídica o modificarla a su voluntad, aun manteniendo ocultas estas modificaciones; la ley no pone obstáculo a ningún acto secreto de las partes, porque el silencio en los asuntos propios puede responder a un interés legítimo, digno de ser tutelado. En cambio, no puede ser considerada como contradeclaración una estipulación convencional por la que varios codeudores solidarios establecen, como cuota de participación en la obligación, otra diferente de la que presume la ley (art. 1.198), o reconocen que la deuda se contrajo en interés de uno de ellos exclusivamente, quien se compromete a pagarla por completo o a responder por los demás. Aquí, en efecto, aun existiendo modificación de las relaciones jurídicas normales dimanantes de la obligación solidaria, no llega a reconocerse, sin embargo, que la obligación precedente es simulada. La obligación principal existe realmente, y el acreedor podrá siempre dirigir su acción contra cualquiera de los solidariamente obligados, mientras que la convención o acuerdo secreto, lejos de desmentir aquélla, presupone su eficacia, puesto que pretende precisamente, mediante efectos obligatorios inter partes, desvirtuar las consecuencias jurídicas de la solidaridad. Es decir, que la distribución convencional de la deuda no destruye la obligación solidaria; no se hace una declaración contraria, sino ampliatoria, que permanece íntegra e independiente. Menos aún puede estimarse como contradeclaración la declaración de un tercer adquirente hecha después de adquirir para persona que habrá de manifestarse más tarde (déclaration de command), ya que no se trata de una adquisición simulada, sino que se revela y anuncia la posibilidad de una sustitución de la persona adquirente, y no existe, por tanto, ánimo de engañar. Por último, no es tampoco una contradeclaración la obligación de restituir que pueda asumir el fiduciario como consecuencia de la adquisición que se lleva a cabo en su nombre.

Examinemos ahora el segundo requisito: identidad de las partes que contrataron simuladamente y confiesan la simulación realizada. Tal identidad no ha de ser física, sino jurídica; por lo cual, la contradeclaración hecha por un mandatario o representante legal llena esa exigencia. Por lo mismo, no sería contradeclaración el reconocimiento que hiciese uno de los simulantes de haber, obrado simuladamente. Podrá valer como simple indicio (artículo 1.358), mas de ningún modo será obligatorio para el otro contratante. Tampoco seria contradeclaración la declaración de un tercero (declaración de amigo) con la cual un contratante pretendiese haber adquirido por cuenta de otro, prometiendo en consecuencia transmitirle los derechos adquiridos. Discuten los tratadistas sobre si puede admitirse como contradeclaración un contrato con testaferro, conviniendo en la negativa la mayoría de los autores, si bien no están de acuerdo en la argumentación. Bartin lo explica por la falta de identidad de las partes, que en el primer contrato serían el testaferro y el mandante, y en el segundo, el testaferro y los terceros. Lerebours-Pigeonniere niega, en cambio, que exista la contradeclaración, por una razón más decisiva: porque la intervención del testaferro no tiene nada de imaginaria, y el acto que la hace constar es perfectamente verdadero, no habiendo, por tanto, declaración simulada que deba ser corregida por otra. Ambas razones son aceptables cuando se, trate de testaferro en sentido de mandatario en nombre propio, o sea contratante real que contrata en su nombre relaciones jurídicas para transferirlas al mandante. Pero la mayoría de los autores se equivocan afirmando que no es posible hablar de contra-declaración en esta materia, ya que en el caso típico de testaferro, o sea de contratante ficticio que interviene simuladamente en el contrato, puede constituir perfectamente contradeclaración la confesión que haga el testaferro de haber obrado aparentemente, en lugar de otra persona a quien debe considerarse como verdadero contratante y titular de las relaciones jurídicas resultantes del contrato. Esta contradeclaración tiene lugar, generalmente, con intervención de tres personas, o sean: las dos partes de la relación contractual y el testaferro interpuesto ficticiamente entre ellas. Puede tener lugar igualmente, según la naturaleza del contrato, entre el testaferro y el dominus negotii, sin que el tercero intervenga ni tenga interés en hacerlo.

Estudiados los requisitos, nos ocuparemos ahora de algunas condiciones accidentales que suelen concurrir en las contradeclaraciones, sin ser indispensables.

Una de las primeras es la simultaneidad de la contradeclaración con el acto simulado. Comúnmente aquélla se hace al mismo tiempo que el acto simulado, o poco antes o poco después, aunque alguna vez la contradeclaración se efectúa más tarde, cuando, por cambiar las circunstancias, los contratantes deciden, de común acuerdo, redactar entonces un documento para hacer constar la simulación. Es de advertir, sin embargo, que las contradeclaraciones tardías despiertan la sospecha de que ellas mismas sean simuladas.

Otro carácter normal es el secreto. La finalidad perseguida por los simulantes no podría alcanzarse, en efecto, sino rodeando de misterio el documento revelador de la ficción No es, sin embargo, elemento esencial. Prescindiendo de que otros actos son igualmente secretos, puede suceder que los contratantes, por miras particulares, actúen en forma inadecuada para conservar la reserva, como si hacen una contraescritura en documento público para poder oponerlo contra terceros. La contradeclaración seguirá siéndolo si los contratantes, cesado el motivo del engaño que originó el documento, regulan su respectiva posición jurídica declarando abiertamente la simulación de un contrato anterior. Por último, no cambia tampoco su carácter originario el que la contradeclaración sea registrada en una Oficina liquidadora, notificada, transcrita o reconocida por sentencia, ya que siempre será ineficaz respecto a los terceros mientras subsista concretamente su buena fe.

73.- Con este examen queda aclarada la naturaleza jurídica de las contradeclaraciones.

La doctrina dominante equivoca el camino y acentúa el efecto modificativo o destructor de las contradeclaraciones; pero debe reconocerse que no todos los autores parten de un concepto inexacto aunque usen, persistiendo en el error, una terminología ciertamente inexacta. Bastará recordar las más importantes definiciones de la contradeclaración. Dénisart dice: "La contradeclaración es un acto secreto que destruye en todo o en parte otro acto manifiesto". Domat, que "es un acto que deroga una convención precedente". Demolombe, que "es un acto que anula", etcétera. Plasman, que "es una obligación que modifica". Bartin, que "es una convención que suprime". Lerebours, que "es un acto que corrige" y Giorgi, que "es un acto que restrige o destruye", etc.

No es cierto. La contradeclaración no es modificativa, ni derogatoria, ni anula la convención precedente, porque si ésta es fingida y nula, no puede ser destruido lo que no existe, y si es simulada, no sufre restricción o supresión en sus efectos por la contradeclaración que la descubre. Por el contrario, la contradeclaración es, por su naturaleza, declarativa y sirve para advertir la inexistencia o la verdadera índole del contrato realizado, descorriendo el velo de la simulación. Tiene una eficacia reveladora, no modificativa, y el contrato simulado o disfrazado tiene existencia independiente de la contraescritura que lo hace constar, y existiría también sin ella. Por lo mismo, la contradeclaración no implica retrocesión de derechos del falso adquirente al enajenante, o extinción de los derechos del falso acreedor contra el obligado, porque tales derechos ni han desaparecido ni nunca nacieron. Ni tampoco a virtud de la simulación relativa lleva a cabo la contraescritura la sustitución de un negocio jurídico por otro, sino que da a conocer el único y verdadero acto jurídico realizado, apartando la apariencia que ocultaba su verdadero aspecto. Por ello también, las contradeclaraciones referentes a un acto aparente traslativo de dominio no deben transcribirse en el Registro inmobiliario, por no haberse verificado ningún cambio de dominio; y aun aquellas que hacen constar una transferencia llevada a cabo bajo la apariencia de acto jurídico distinto, escapan a tal formalidad, debiendo, en cambio, practicarse la trascripción del acto verdadero. Por consiguiente, también tienen las contradeclaraciones efecto retroactivo, o, lo que es igual, que la carencia de efectos del contrato simulado o la distinta eficacia del disimulado, comienzan a partir del momento en que la simulación se realizó, no obstante hacerse constar con posterioridad.

74.- Existen excepciones al principio de la no admisibilidad de la prueba testifical o de presunciones en contra o para modificar un acto escrito; excepciones contenidas en los artículos 1.347 y 1.348 del Código civil y 44 del de Comercio. Así, cuando cesan los motivos de temor o desconfianza con que la ley mira la prueba de testigos, se hace preciso, por consideraciones diversas de oportunidad, romper las barreras que limitan la prueba de los negocios bilaterales, volviendo así al derecho común, o sea, a la libertad en los medios de prueba.

Ahora bien, estas excepciones son igualmente aplicables en materia de simulación, y no habría motivo para que no lo fuesen> pues no existe peligro en ello, ya que, repetimos, una cosa es la admisibilidad de la prueba entre contratantes, y otra distinta la oponibilidad de la simulación, probada, contra terceros. Aun en el caso de que los contratantes, con o sin contraescritura, demuestren la simulación y obtengan sentencia que la declare, no podrán intentar hacer recaer los efectos sobre los terceros de buena fe, quienes tendrán siempre su salvaguardia en el precepto del artículo 1.319. La prueba entre contratantes es cosa privativa suya; no se refiere ni interesa a otros, ni aun significa amenaza para nadie, por lo que toda aprensión es injustificada.

Demostrado esto, podemos dedicarnos serenamente a la interpretación de nuestra ley.

Los contratantes pueden demostrar la simulación con prueba oral y de presunciones:

l.° Caso de imposibilidad de utilizar la prueba escrita;

2° Si existe un principio de prueba por escrito;

3° En materia comercial.

La imposibilidad de suministrar una prueba escrita puede existir desde un principio o sobrevenir después.

Para los simulantes no existe imposibilidad material en ningún tiempo, porque obran tranquila y circunspectamente y disponen del tiempo y modo necesario para preparar un documento declarativo de la simulación; y es muy raro, al extremo de haber quedado como un caso de jurisprudencia curioso el tener que estimar como imposibilidad el analfabetismo de las partes. Es bien sabido que, además de la imposibilidad física, la doctrina reconoce también una imposibilidad moral, por la que en determinadas circunstancias y por razones sociales y de conveniencia. resulta imposible la documentación del acto entre algunas personas. No discutimos la teoría ni su alcance; hacemos notar solamente que admitida esa causa para prescindir de la solemnidad del acto escrito, debe aceptarse también en materia de simulación. Existe un caso, no obstante, de imposibilidad moral, que tanto los juristas como los fallos de los Tribunales admiten: cuando la simulación se ha realizado para encubrir una acción ilícita. Si los contratantes ocultan un contrato ilícito bajo el velo de la simulación, se admite libremente la prueba. Dice Mirabelli que "es moralmente incompatible con el acuerdo o conformidad de los contratantes para obrar contra la ley, el procurarse un documento en que se haga constar la simulación, y con el cual pueda demostrarse en todo tiempo la nulidad del acto". Ciertamente, estas excepciones están justificadas por una razón más alta: el interés social de que la ley sea respetada, y de que no falte la adecuada sanción del orden jurídico contra sus violadores. Todo el mundo debe vindicar las transgresiones de las leyes. No es ésta la ocasión de intentar una agrupación de las distintas clases de contratos ilícitos en que no está limitada la prueba; bastará solamente observar que la ilicitud puede resultar, o de la trasgresión de una ley prohibitiva de interés general, o de la ofensa a las buenas costumbres, o, finalmente, de la violación del orden público, y que, respecto a las prohibiciones, la ilicitud puede ser objetiva, si resulta prohibido el acto por su mismo contenido, o subjetiva, si está prohibido solamente con relación a determinadas personas, como ocurre en las incapacidades prohibitivas. Conviene advertir que la posibilidad de ocultar la violación de ley se refiere sólo a la simulación relativa en la doble forma de disfraz del acto o de interposición de persona. La jurisprudencia ha hecho aplicación interesante de estos principios, admitiendo la prueba testifical y de presunciones entre los contratantes cuando la simulación había sido empleada para ocultar una deuda de juego, una responsabilidad por negativa a contraer matrimonio, una obligación derivada de un concubinato, la estipulación de una ventaja para el acreedor del quebrado como precio de su voto favorable al convenio, etc., etc.

La imposibilidad de proveerse de prueba escrita puede haber sobrevenido más tarde, como en el caso de que los simulantes hubieran redactado una contradeclaración, perdida después por caso fortuito. Aun en este caso sería admisible al prueba testifical o de presunciones, con tal de que con ella se demostrara la existencia de la contraescritura, su contenido y la pérdida casual. Entre los casos de imposibilidad de procurarse una prueba escrita, y como ejemplo de ella, nuestra ley incluye, viciosa, pero lógicamente, el caso de que se trate de probar obligaciones nacidas de cuasicontratos, delitos o cuasidelitos (art. 1.348, n. 1); pero esta excepción no lo es en rigor, puesto que la prohibición de la prueba de testigos se refiere a los contratos, y en los cuasicontratos y delitos la obligación nace con independencia del acuerdo entre las partes. Por consiguiente, más propio sería hablar de la inaplicabilidad del art. 1.341 que de su derogación. De todos modos, Sacaremos partido de esa disposición del Código para aplicarla en materia de simulación. Nos referimos a los delitos. En la estipulación de un contrato simulado puede haberse cometido un delito civil mediante el empleo de manejos dolosos que decidan a uno de los contratantes a participar en la simulación, cosa prácticamente frecuente, según puede verse en las colecciones de jurisprudencia. Un hombre de bien, engañado por las maquinaciones de otro y para los fines de éste, es inducido a simular un contrato con la promesa de que se hará después una contradeclaración que garantice sus derechos. Hecho el contrato, sin embargo, el falso adquirente no cumple lo ofrecido, y el confiado enajenante queda a merced suya. Si invoca la protección judicial, y el otro exige que presente una contraescritura, está irremisiblemente perdido, víctima de la mala fe de aquél. Pero lo sorprendente es que magistrados y tratadistas acepten este sofisma, sin comprender que el contratante engañado no intenta probar la simulación del acto, sino el dolo del otro contratante que lo indujo a la simulación; pide, por tanto, la rescisión o destrucción de esta apariencia de contrato, que pesa sobre él como una amenaza y que tiene derecho a probar por medio de testigos o de las presunciones a que sé refiere el artículo 1.341, o al menos invocando la errónea excepción del articulo 1.348, n. 1. Es indispensable, claro está, que se trate de verdadero dolo causante, no de dolus incidens, empleado por el otro contratante o por un cómplice suyo en el momento de hacerse el contrato. El engaño de una tercera persona o la mala fe del contratante, posterior al contrato, no legitimaría la acción que concede el art. 1.115, y sólo daría lugar a una acción de responsabilidad. El buen sentido se ha impuesto, sin embargo, y hoy la jurisprudencia tiende a acordar protección en estos casos, si bien con. titubeos en cuanto a la justificación jurídica.

Análoga solución debe adoptarse cuando el consentimiento de uno de los simulantes haya sido arrancado con violencia.

Vengamos a la segunda clase de excepciones: el principio de prueba por escrito. En este caso, existe ya una pequeña justificación documental que garantiza por anticipado la certeza de la prueba de testigos y hace desaparecer la desconfianza de la ley. No nos interesa dilucidar lo que haya de entenderse por principio de prueba escrita, siendo suficiente indicar que deben concurrir tres requisitos para ello: existencia de un escrito; que éste provenga de aquel a quien se haya de oponer o de quien lo represente legítimamente; y que aparezca del mismo escrito la verosimilitud del hecho alegado (art. 1.347). Nos apresuramos a combatir una tendencia errónea que se ha manifestado en la práctica, cual es la de querer deducir el principio de prueba por escrito del mismo acto impugnado. Esta opinión no es admisible. De la letra y del espíritu del art. 1.347, en relación con el 1.341, resulta indudab1e que la ley alude y exige otro escrito diferente de aquel que se discute. El documento impugnado no puede serlo con un testimonio oral contrario, mientras no intervenga un principio de prueba por escrito; por consiguiente, éste debe existir además del otro documento al que se intenta negar fe. Se cae en un círculo vicioso si para destruir la eficacia de un documento se toma por base el documento mismo. Del acto impugnado podrán surgir inverosimilitudes y contradicciones; pero serán siempre conjeturas o indicios que se quiebran ante el obstáculo del art. 1.354, último inciso, y que, por tanto, no podrá el juez tomar en consideración. Quizá se haya originado la opinión que combatimos en una confusión entre los medios de prueba de los contratos simulados y los propios de los fraudulentos. Sabido es que en el caso de fraus legis como en el de simulación ilícita, está permitido todo medio de prueba, y, por tanto, el carácter fraudulento o ilegal del contrato puede probarse por medio de presunciones, las cuales pueden a su vez ser deducidas ex re ipsa, es decir del mismo contrato impugnado. Son frecuentes los fallos judiciales en los que, a virtud de fundamentos intrínsecos deducidos del acto mismo, se ha reconocido la existencia de un contrato pignoraticio o una fianza de mujer casada por deudas del marido sin la autorización judicial, o la interposición de persona a favor de otras incapaces, etc. Si esto es admisible cuando se trata de descubrir una violación de ley -a lo cual ayudan siempre las presunciones-, no ocurre lo mismo en materia de simulación lícita, pues no es posible convertir las presunciones en un principio de prueba por escrito. Este ha de ser independiente del acto discutido, el cual no puede llevar en sí el germen de su muerte; no puede admitirse, como dice acertadamente Ferrara L., una autoeliminación jurídica del acto impugnado.

Finalmente, la prohibición del art. 1.341 no es aplicable en materia comercial, donde el juez puede, si lo estima oportuno, admitir la prueba de testigos o acudir a criterios de presunción (artículo 44 del Código de Comercio). Conviene recordar que son aplicables las normas del Código de Comercio aun en el caso d~ que el acto sea comercial para una sola de las partes.

Tampoco será inútil advertir que se admite la prueba oral y do presunciones cuando se trata, no ya de demostrar la simulación del acto, sino de sostener su sinceridad contra las impugnaciones de terceros autorizados para valerse de testigos y presunciones. Esto está justificado por el principio de proporcionalidad y adecuación de los medios de que deben servirse los litigantes en el pleito. "Sería anómalo, dice Jannuzzi, que se reconociese a uno el derecho de poder probar con testigos la simulación de un contrato, y se negase a los contratantes el poder contrarrestar por medios iguales su impugnación." Es ciertamente necesario, para que el juicio logre su finalidad de restaurar el derecho perturbado y de tutelar el orden jurídico, que los litigantes puedan combatir con armas iguales, ya que en otro caso triunfaría la opresión y quedaría reducida a una quimera la tutela procesal. La prueba contraria, en efecto, lo será de derecho (art. 229 del Código de procedimiento civil).

Al sistema de prueba que rige para los contratantes están sujetos también sus herederos, los cuales, colocados en igual posición jurídica, han de disponer de sus mismos medios, a menos que defiendan un derecho suyo propio contra el acto simulado, caso en el cual asumirán la condición de terceros, como veremos después.

75.-II. De la prueba en cuanto a terceros.- Son terceros todos aquellos que no han tomado parte en el contrato simulado y no deben sufrir legalmente sus efectos; es decir, que no son partes contratantes, ni herederos de éstas o sus representantes legítimos. Nos contentaremos por ahora con esta sumaria noción, para desenvolver más adelante, con mayor amplitud, el concepto, al tratar de los sujetos procesales de la acción de simulación.

Respecto a terceros, por consiguiente, ajenos a la simulación, la prueba no sufre restricciones: todo medio de prueba es admitido para descubrir la apariencia o la falsedad del contrato por el cual reciben un daño presente o la amenaza de otro futuro. No sería justo, en efecto, prohibir a los terceros la prueba testifical o de presunciones, puesto que se hallan siempre en la imposibilidad de procurarse una prueba escrita de la ficción llevada a cabo por otros sin su conocimiento.

Pero no hay que hacerse ilusiones: una cosa es la posibilidad jurídica y otra la utilidad práctica de tales medios; y los terceros, a pesar de esta amplitud de prueba, se encuentran siempre en situación difícil para descubrir la urdimbre sutil de engaños tramada en la sombra y las astutas ficciones y el disfraz de las relaciones contractuales. En efecto, los terceros, salvo en casos excepcionales, no pueden tener la esperanza de utilizar la contradeclaración que las partes pudieran haber hecho, pues seguramente se les ocultaría con todo cuidado y permanecería ignorada de ellos. Tampoco pueden confiar en la confesión o el juramento de los propios contratantes, pues si éstos realizaron la simulación para engañar a todos, no han de ser tan ingenuos que declaren su engaño, o tan leales que lo afirmen con juramento; medio de prueba además, heroico y peligroso que expone a quien lo usa a una derrota irreparable. En parte, puede ser útil el interrogatorio, aun dispuesto de oficio, ya que puesto el simulante en presencia del juez y obligado a responder a diversas preguntas referentes al acto impugnado, pudiera dejar entrever algún rayo de luz que descubriese la trampa. Más dudosa resulta todavía la prueba de testigos, porque generalmente la simulación se urde en el misterio y con él se la rodea, sin que deje huella tras de sí. Verdaderamente eficaz, y de resultado, sólo tenemos la prueba de presunciones, que es el auxilio a que normalmente acuden los terceros al impugnar la simulación.

La simulación, como divergencia psicológica que es de la intención de los declarantes, se substrae a una prueba directa, y más bien se induce, se infiere del ambiente en que ha nacido el contrato, de las relaciones entre las partes, del contenido de aquél y circunstancias que lo acompañan. La prueba de la simulación es indirecta, de indicios, de conjeturas (per coniecturas, signa et urgentes suspiciones) y es la que verdaderamente hiere a fondo a la simulación, porque la combate en el mismo terreno.

El contrato es objeto de profundo examen, sutil e inexorable; se indaga la causa de su nacimiento; si responde realmente a una necesidad económica de los contratantes, y cuál sea ésta; si se ha puesto en ejecución o continúa todavía el estado de hecho anterior a su celebración; si está en consonancia con la manera y tiempo en que se llevó a cabo, con las respectivas relaciones de las partes, con su conducta anterior o posterior a la estipulación del contrato, etc.; y es difícil que con tal examen la simulación no aparezca, y, descubierta en sus sinuosidades, no se revele, a veces de modo incontrovertible.

La materia de los indicios y conjeturas de simulación ha tenido una elaboración minuciosa por parte de los escritores de derecho común, aunque algo farragosa y pesada. No es el caso de reproducir aquí la nomenclatura y las clasificaciones de los autores que se preocuparan de enumerar las conjeturas, desmenuzarlas y pesarlas, formando, bien semipruebas, ya cuasi presunciones, etc.; mas hay que reconocer que entre tantas minucias y sutilezas, existen también atisbos y observaciones muy estimables, que pueden ser de utilidad para los escritores de hoy en día.

Nosotros vamos a echar las bases de esta prueba de presunciones, estudiando los principios por que se rige e inducciones en que descansa.

76.- Una regla que nos legaron los prácticos, perfectamente aceptable en el derecho moderno, es la de que para probar la simulación se necesita poner de relieve primeramente la causa simulandi. Este ha de ser siempre el punto de partida: buscar el motivo de la simulación para levantar después sobre fundamento sólido el edificio de la prueba. "Ubi accedit causa simulandi, receptum est adminiculative imperfecte probatio sufficiat", dice De Luca.

Pero, ¿qué debe entenderse por causa simulandi? El interés que lleva a las partes a hacer un contrato simulado, el motivo que induce a dar apariencia a un negocio jurídico que no existe, o a presentarlo en forma distinta de la que le corresponde: es el porqué del engaño. Por consiguiente, en la simulación absoluta, la causa simulationis estará, generalmente, en el interés del deudor de substraer su patrimonio a una inminente ejecución por parte de sus acreedores; y en la simulación relativa, resultará del deseo de no dar a conocer la verdadera naturaleza del contrato, a fin de burlar alguna prohibición de la ley o sus consecuencias, o de no dejar conocer la verdadera persona contratante para ocultar su incapacidad, como en el caso de persona interpuesta. Es de una gran importancia determinar la causa simulandi, porque contribuye a dejar entrever la posibilidad de la simulación y predispone el ánimo del juez a conformarse con el resultado de la prueba. Es la manera de demostración del propósito de delinquir en la investigación de un delito. Faltando la causa, por el contrario, se afirma más la creencia de que el acto es verdadero, pues no es verosímil que se urda un engaño sin causa para ello; caería en el vacío la prueba que intentase demostrar cosa tan fuera de toda lógica, y no lograría quitar fe al documento.

No basta que exista causa para la simulación: es necesario, además, que sea seria e importante (sufficiens et idonea), bastante a justificar por su índole la realización de un contrato falso u oculto. De otro modo, a fuerza de cavilaciones y sofismas, se llegaría siempre a descubrir causas hipotéticas de simulación en el acto más verdadero. Además, la causa simulandi debe ser contemporánea del acto que se intenta impugnar, porque si las circunstancias de desarreglo patrimonial o el interés de eludir la norma de la ley sobrevienen después y perduran en el momento de realizarse la impugnación, no es posible retrotraerlas al principio, y quedan fuera de la causalidad psicológica determinante del acto.

Establecida la causa de la simulación, los impugnantes deducirán de ella los elementos y conjeturas que puedan servir para demostrar la inexistencia o simulación del contrato, yendo de lo conocido a lo desconocido por el método de inducción. Inducciones que habrá de admitir el juez cuando sean graves, precisas y concordantes, decidiendo según el número (aunque una sola puede ser decisiva) e importancia de las mismas, a su prudente arbitrio (art. 1.354).

Resultaría imposible determinar a priori las presunciones de simulación, porque su examen sólo puede realizarse con relación a un acto o contrato determinados y a un móvil también concreto; pues, por lo demás, las condiciones de hecho y los múltiples intereses de las partes llevan consigo una variación incesante de elementos presuntivos. Así, pues, la investigación debe quedar reservada más al criterio práctico y experimental del juez que al análisis del jurisconsulto. No obstante, indicaremos las presunciones más importantes para algunas formas de simulación, pero sin pretender agotar el manantial de los indicios ni excluir posibles desviaciones y formas características; por lo cual habrá de buscarse la luz más en el estudio del corazón humano que en las páginas de los códigos.

77.- Comenzaremos por estudiar la simulación absoluta tomando como tipo la enajenación simulada in fraudem creditorum.

La causa simulandi está en el interés del deudor de salvar su patrimonio, burlando a sus acreedores. Deberá demostrarse a tal fin que en el momento de realizarse la enajenación el deudor se hallaba en situación de grave penuria económica y amenazado de ejecución, o, peor aún, se había incoado ya el procedimiento ejecutivo. Comprobada esta relación causal entre la inminente ejecución y la malversación de los bienes, podrá aceptarse la sospecha de que la enajenación haya sido sólo aparente y encaminada a substraer los bienes a la acción de los acreedores; sospecha que servirá de fundamento inicial de la impugnación. También pudiera ser causa simulandi el interés de aparentar una disminución del patrimonio, como en el caso del que, hallándose obligado a la prestación de alimentos, se despojase fingidamente de sus bienes para disminuir la pensión.

Demostrado el interés de simular, será necesario deducir los indicios y presunciones que acompañen el acto y ayuden a comprobar su carácter aparente. Pueden clasificarse, atendido su origen, en varios grupos, esto es, conjeturas relativas:

1°, a las personas de los contratantes;

2° al objeto del contrato;

3.° a su ejecución, y

4° a la actitud de las partes al realizar el negocio jurídico.

1.° a) Coniunctio sanguinis et affectio contrahentium.- Por lo general, cuando alguien quiere fingir una disminución de su patrimonio, para evitar el peligro de que el testaferro abuse de su aparente condición, procura escoger persona de su confianza, y así sucede que esas ventas simuladas se realizan, no a favor de un extraño, sino de algún íntimo amigo, o de algún pariente próximo: hijo, hermano, mujer. Gran importancia ofrece también el hecho de la cohabitación de los contratantes, que indica se trata de una intriga combinada en familia. Es el caso de la domestica fraus de que hablan los doctores.

b) Imposibilidad económica en el adquirente para realizar el contrato y cumplir las obligaciones que de él nacen.- La falta de seriedad del acto resulta también de este extremo. El comprador, el cesionario, etc., no siempre se encuentran en condiciones patrimoniales de poder pagar el equivalente estipulado, que, sin embargo, del instrumento aparece como satisfecho. Se trata a veces de persona pobre, y entonces es vehementísima la sospecha de que ese pretendido adquirente sea simplemente figurado y de que la enajenación a su favor no se haya llevado a cabo.

2.° Naturaleza y cuantía de los bienes enajenados.- La tentativa del fraude parece igualmente del objeto de la enajenación, porque el deudor se despoja en apariencia de sus mejores bienes, aquellos precisamente que más interés tiene en conservar. Contradicción bastante significativa que demuestra la falta de intención de vender. A veces también el obligado, en su afán de salvarlo todo de sus acreedores, enajena el patrimonio íntegro, reduciéndose a una condición aparente de insolvencia. La anormalidad misma del hecho indica su falta de realidad y su índole fraudulenta, pues no es de suponer que un individuo se despoje de todos sus bienes sin un motivo serio que le obligue a tomar tan grave determinación, y a falta de ese motivo, debe buscarse la razón en el deseo fraudulento de hacer desaparecer la garantía de sus acreedores. Otras veces, sin embargo, para evitar sospechas, en lugar de ceder los bienes en bloque, se realizan varias enajenaciones parciales a breves intervalos, cuya repetición les da igualmente carácter fraudulento. Por último, la falta de realidad del contrato aparecería aún más visible si el deudor, además de enajenar los bienes inmuebles, procurase hacer desaparecer los muebles enajenando hasta el ajuar de casa, mobiliario, ropas, etc., poniéndolas a nombre de otras personas.

3°.-Falta de ejecución material del contrato simulado.- Esta circunstancia es decisiva para considerar que el contrato es simulado, ya que la posición de hecho de los contratantes no está en armonía con el cambio de posición jurídica.

El contrato ha producido un cambio en las relaciones jurídicas. cambio que no ha trascendido del campo del derecho. De hecho, los contratantes continúan obrando como antes; siguen efectuando los mismos actos de disfrute y de disposición, como si el contrato no existiese. Esa es, claro está, la mejor confesión de su inexistencia.

Relacionado con ello está el indicio de la retentio possessionis. El vendedor continúa en posesión de la cosa vendida, conduciéndose y obrando como propietario. Esta circunstancia era considerada por los antiguos tratadistas como indicio de simulación. "At quoties possessio retinetur, dice Favre, nihil adhuc translatum esse censetur et suspicio manet, inde venditionem non vere sed simulate factam esse". Los medios empleados antiguamente para conservar la posesión eran la clausula constituti y el arrendamiento del fundo a favor del ex propietario enajenante. Todavía hoy se usa este procedimiento. A veces, por el contrario, el vendedor retiene, a título de anticresis, la posesión del fundo enajenado. Para ello queda el enajenante como acreedor de parte del precio y retiene el fundo vendido para percibir los frutos e imputarlos en el pago. De todos modos, aunque con estos procedimientos se justifique en cierta manera la continuidad de la posesión, no dejan de nacer vehementes sospechas sobre la verdad de los hechos. Es inverosímil que el que enajena continúe en el disfrute de la cosa enajenada, y privado de él el que la adquiere; y claramente se advierte la falta de intención de vender, por una parte, y de adquirir, por la otra. Pero otras circunstancias pueden concurrir también para aumentar las dudas. Pudiera comprobarse, en efecto, que el poseedor aparente ha obrado y se conduce del mismo modo que un propietario, que él sólo ha utilizado los frutos, sin que el adquirente recibiese el precio del arriendo o lograra una rebaja del capital adeudado; que aquél sufragó gastos para mejorar el fundo; que, además, ha continuado satisfaciendo las cargas, como son las contribuciones, omitiendo la oportuna declaración catastral, etc. El hecho de pagar sin obligación es siempre un indicio vehementísimo en contra de la realidad de la enajenación y en pro de la continuidad de la situación jurídica precedente, según habían ya observado los antiguos escritores: "quando venditor vel cedens, vel donator in publico retinetur aestimo vel cadastro et communia sustinet onera, quasi nunquam vendidisset fundum.

4° Manera de realizarse el contrato.- Además de este cúmulo de conjeturas y presunciones que en todos sentidos vienen a demostrar la ficción del negocio jurídico, debe tenerse en cuenta el modo mismo de conducirse los contratantes al hacer el contrato. En su interés de que se ignore la enajenación, los simulantes hacen uso de todo género de cautelas para que sus actos queden en el misterio, y de ahí su modo de obrar secreto y clandestino (actus clam et occulte celebratus). O se hace la venta por documento privado o el documento público se otorga con todo secreto en un lugar lejano, pero en todo caso ni con palabras, ni con hechos dejan traslucir la enajenación realizada, y por ello -existimatione circumcolentium- queda completamente ignorada. Añádase a ello la premura con que a veces el contratante obligado por la necesidad procede a dicha enajenación, o el adquirente a inscribir su titulo, y podemos estar seguros, con tal cúmulo de vehementes presunciones, de que la enajenación es puramente imaginaria y preparada con el fin de librar los bienes de una ejecución inminente.

78.- Pasemos ya a la simulación relativa, y tomemos como tipo el caso más frecuente: el de una donación disfrazada bajo la forma de un contrato oneroso.

El motivo de la simulación de este contrato resultará, según los casos, del interés de evitar una posible revocación o reducción, o de burlar una incapacidad de adquirir, caso de hacerse, por ej., la donación a un hijo adulterino o entre cónyuges. Habrá, pues, que demostrar la existencia de uno de estos motivos que pudieran determinar al donante a la ocultación del contrato bajo forma jurídica distinta; y hecha la demostración, se deducirán cuantas conjeturas tiendan a revelar el carácter gratuito del contrato.

El criterio para ello pudiera ser el siguiente: cuando haya ocultación de la verdadera naturaleza del contrato, las circunstancias de hecho, relativas a los contratantes, al contenido de aquél o al ambiente en que nace, corresponderán al acto secreto que se sospecha realizado; mientras que serán incompatibles y contradictorias con el acto aparente. Aplicando este criterio a las donaciones disfrazadas, será fácil demostrar que las relaciones existentes entre las partes justifican y hacen presumible la donación, e inverosímil, por el contrario, la forma falsamente onerosa que reviste el contrato.

I.-. Vínculos de afecto entre los contratantes.- Una de las señales indefectibles de la existencia de una donación disfrazada es la de que el negocio se realice entre personas unidas por parentesco, amistad o cariño. No se trata, cual en la simulación absoluta, de una relación de confianza entre las partes, sino de una predilección. El pretendido comprador es persona a quien el enajenante ama y prefiere, y a quien ha querido beneficiar con la falsa venta. Vemos continuamente esta clase de enajenaciones onerosas entre un padre y el más querido de sus hijos; entre un tío y el sobrino preferido, entre marido y mujer, etc. A veces es adquirente una mujer que ha vivido mucho tiempo en concubinato con el supuesto vendedor, y en tal caso la experiencia demuestra que se trata de una donación. También debe concederse valor a la edad y estado de salud, puesto que esas ventas se hacen generalmente por personas llegadas a la vejez y aun enfermas, que, no pensando ya en su propio porvenir, se ocupan, por gratitud, del de los demás.

II. Contenido del contrato.- Estas ventas suelen hacerse a bajo precio para que resulte verosímil, en cierto modo, que el adquirente tenga la posibilidad económica de adquirir. Con frecuencia, sin embargo, el precio no se entrega, quedando aplazado para que aparezca después como satisfecho mediante recibos periódicos; pero otras veces el vendedor entrega por adelantado dinero al adquirente, quien finge después pagar ante el notario. En ciertos casos, hasta se ha llegado a que el donante tome a préstamo la suma necesaria para hacer representar al adquirente la farsa de la entrega del metálico ante aquel funcionario, a reserva de restituirlo después. La coincidencia de fechas entre el préstamo y el otorgamiento del contrato de venta, unido a resultar casi iguales el importe del mutuo y el precio de aquélla, suministrarán naturalmente argumentos para declarar la existencia de la donación. A menudo también, cuando se trata de la enajenación de la mayor parte de los bienes, el donante, que no recibe precio, pero quiere asegurar su futuro sostenimiento, se reserva el usufructo, enajenando la nuda propiedad, o un derecho de habitación, o bien estipula una renta vitalicia o se hace prometer un decoroso sustento; estipulaciones y modalidades que aparentan ser extravagantes estipuladas en un contrato oneroso, pero que constituyen indicios claros y casi infalibles de la índole gratuita de la enajenación.

III. Inexistencia de causa para la enajenación a titulo oneroso.- Puede suministrar una indicación útil a favor de la gratuidad del contrato, la circunstancia de la falta de interés para el enajenante, dadas su calidad y posición, en hacer una enajenación onerosa o una operación de cambio o de comercio, en tanto que seria perfectamente explicable, en tales condiciones, una liberalidad.

IV. Imposibilidad económica por parte del comprador para adquirir a título oneroso.- De admitir que la prestación equivalente se ha estipulado con seriedad, habrá que demostrar también que el adquirente posee medios de cumplirla. Y si se prueba que no tiene capital, ¿cómo podrá afirmarse la veracidad de un contrato oneroso?. Por consiguiente, según las circunstancias, será fácil sorprender esta imposibilidad patrimonial para el acto que se pretende ser sincero. No han faltado, sin embargo, rasgos ingeniosos, como el de una mujer que adquirió una finca del marido y declaró ¡ que la pagaba con el fruto de sus economías y sus ganancias en la lotería!

V. Estado del patrimonio del enajenante.- ¡He aquí la piedra de toque! Admitido que se trate verdaderamente de un contrato oneroso y que el precio haya sido realmente pagado, será necesario que este dinero se encuentre en el patrimonio del pretendido vendedor, especialmente si hubiere fallecido poco después de la venta y no se demuestra que hubo pérdidas de bienes o malversación. Pero si este tantumdem no se encuentra, será preciso reconocer que no había entrado en su poder y que la enajenación se realizó a título gratuito.

79.- Señalaremos, por último, qué presunciones acompañan a un contrato hecho por persona interpuesta; y para ello tomaremos también como tipo la liberalidad, caso el más común y de más frecuente aplicación.

La causa simulandi se hallará en la intención del donante de ocultar la verdadera persona a quien se hace la donación, bien por motivos lícitos de conveniencia y de respetos sociales, o ya para burlar la incapacidad de adquirir del favorecido.

Señalaremos ahora las presunciones que se derivan:

1° De las relaciones de las partes entre sí.- Cuando la liberalidad aparece realizada entre donantes y persona interpuesta, se advierte que en relación a ambos falta una causa seria que justifique la donación. No existe lazo alguno de cariño o de afecto intimo, ni deberes de gratitud, sino simples relaciones de estimación y confianza. En cambio, esta donación que resulta anómala respecto al intermediario, encuentra justificación completa en cuanto a aquel de quien se sospecha sea el verdadero destinatario de la liberalidad. Este último es realmente una persona querida para el donante, preferida por él, y que, por lo mismo, debió ser la beneficiada, por lo cual la donación hecha a otro resulta inexplicable. Si a esto se añade la circunstancia de que el donante no quiere, o no puede, por prohibirlo la ley, hacer una donación a dicha persona como sería su mayor deseo, resulta fundada la suposición de que la liberalidad que, sin razón ninguna, aparece hecha a otro, está destinada a aquélla, y que el disfraz del acto jurídico sirve solamente para soslayar el obstáculo que se opone a que la liberalidad se realice de modo directo. Es necesario, pues, que entre el interponente y la persona interpuesta exista una simple relación de confianza, y entre interponente y destinatario otra de predilección.

2° Del modo de conducirse la persona interpuesta.- Si el intermediario es un contratante figurado para la transmisión de la relación jurídica se conducirá como extraño con relación a los bienes de que aparece ser dueño por la donación. Es un testaferro, y, por tanto, no obtendrá ningún beneficio de las cosas que le fueron donadas, limitándose a cuidarlas como simple depositario que es, o bien las aplicará o distribuirá según la intención del propietario, mas nunca en interés propio. Y así como no busca ganancia con la liberalidad que sólo aparentemente le enriquece, tampoco debe sufrir pérdidas por ese motivo; consiguientemente, todos los gastos de la donación, impuestos, registro, etcétera, serán sufragados por el donante, o, si se hacen ver como pagados por el donatario, aquél le habrá suministrado las cantidades necesarias para ello. La fortuna del testaferro permanece la misma, no obstante la liberalidad recibida; no se realiza una compenetración y fusión de bienes que influya sobre los demás, sino que el objeto de la donación queda aislado, extraño a los demás bienes que forman el patrimonio en que entra, quedando como destinado a salir de él en tiempo más o menos breve.

3°. De la entrada de los bienes donados en el patrimonio de aquel a quien secretamente estaban destinados.- La donación a favor del testaferro está destinada a desaparecer, al menos de hecho, y la permanencia de los bienes en su poder debe tener solamente una duración limitada, puesto que la voluntad del donante se cumple únicamente al entrar los bienes en el patrimonio del beneficiado. El fin, pues, de las liberalidades hechas por medio de persona interpuesta es el de ir a parar a la persona del donatario oculto. La forma de realizarse el paso de los bienes no nos interesa.

A veces, el tercero entra sin más en el disfrute de los bienes que figuran donados al intermediario, y las relaciones con éste se desenvuelven en el terreno de la confianza y de la buena f e. Mas, como no faltan peligros en esta situación precaria, especialmente en caso de muerte del testaferro y reivindicación de bienes por sus herederos, suele emplearse una nueva y contraria simulación en apoyo de la primera y con objeto de neutralizar las apariencias. Para ello, la persona interpuesta dona o vende a su vez al verdadero donatario, aunque, en realidad, tal negocio jurídico carece en sí de validez por emanar de quien no es titular y por ser inútil, ya que pretende hacer adquirir la propiedad de los bienes a quien ya es su dueño, o, si se trata de interposición ilícita de persona, a quien no puede serlo nunca fundado en este titulo. Podrá, por tanto, hacerse notar el carácter ficticio de estas donaciones o ventas intermedias, demostrando la falta de circunstancias justificativas de tales actos por las relaciones de la persona interpuesta con la adquirente, por la falta del animus donandi, la imposibilidad en que se encuentra el tercero de desembolsar el precio de la adquisición, etc. Otras veces, el testaferro queda autorizado para liquidar los bienes recibidos, entregando su importe al donatario. De todos modos, el resultado final es que los bienes donados, después de un viaje aparente a través del patrimonio de otra persona, y pasado un corto espacio de tiempo, acaban por entrar ellos mismos, o su equivalencia, en el patrimonio de aquel a quien se señalaba precisamente como verdadero beneficiado; y ello constituye la prueba más terminante de que la donación estaba destinada a otra persona, sirviendo sólo de intermediario la del aparentemente beneficiado.

Caso de que la donación por persona interpuesta hubiese sido disfrazada bajo la forma de contrato oneroso, las presunciones de ocultación e interposición se suman, y tendrán aplicación combinada.

80.- Sean cualesquiera las personas que promuevan la impugnación o los medios de prueba para ello empleados, el fallo del magistrado que declara la simulación absoluta o relativa de un negocio jurídico constituye un juicio de hecho, la expresión de un convencimiento formado sobre la base de elementos materiales, pero no la solución de un problema jurídico, y no es recurrible por tanto, en casación. En esto, la jurisprudencia es unánime y también en el antiguo Derecho esta opinión era dominante. "Quaestio itaque est facti et per judicem examinabitur non per iurisconsultum", como expresa Cujas.

81.- Tanto los contratantes como los terceros están exentos de probar la simulación cuando la ley misma la presume iuris et de jure. El efecto de esta clase de presunciones no es facilitar, sino dispensar de la prueba; dispensa condicionada, no obstante, a la realización de determinadas circunstancias de hecho a las que la ley subordina la aplicabilidad de la presunción. Estos casos son, desde luego, bastante raros, y, dada su índole excepcional, es necesario ser cautos en su reconocimiento, siendo de advertir que no siempre que una norma jurídica parte de una suposición lógica, las consecuencias de ella deducidas hayan de tener el valor de presunciones, porque eso implicaría confundir la ley con sus motivos. Por lo cual, aun existiendo sospechas e indicios de simulación en un acto dispositivo, no es bastante para presumirla si faltan los requisitos técnico-jurídicos que constituyen su individualidad y le dan una posición autónoma en el conjunto de las normas legislativas. Advertido esto, podemos ya entrar en el examen de las diferentes hipótesis en las que es dado reconocer una presunción de simulación.

Un caso verdaderamente seguro es el del art. 773, último párrafo, que dice así: "Se consideran personas interpuestas el padre. la madre, los descendientes y el cónyuge de la persona incapaz." En él se expresa una presunción que no puede ser destruida por prueba en contrario. Siempre que resulte hecha una liberalidad a uno de estos allegados, se presume que es un intermediario del incapaz, un titular nominal, que hará recaer el contenido útil de la disposición sobre la persona incapaz de beneficiarse con ella. Mas no es éste el momento de insistir en la exégesis de este artículo, que ha sido bien comentado por los tratadistas de derecho sucesorio.

Otra norma que, según se reconoce de un modo general, contiene una presunción de simulación es la del art. 811. El valor, dice, de la plena propiedad de los bienes enajenados a un legitimario a fundo perdido o con reserva de usufructo será imputado en la porción disponible, y en lo que de ella exceda será reintegrado a la masa.

Aquí, la enajenación a fundo perdido hecha a un legitimario se presupone ser una donación disimulada, y por ello se ordena su imputación en la porción disponible y su reducción en lo que excediere. Ramponi ha combatido esta opinión, pero con argumentos que no me parecen decisivos. Dice este autor: "Puesto que la norma del art. 811 no es susceptible de prueba en contrario, no es una presunción legal, sino una regla preceptiva; nada hay que probar en contrario, hay que obedecer simplemente". Pero este razonamiento podría hacerse entonces para todas las presunciones iuris et de iure, y queda por averiguar en qué se diferencian estas presunciones de los mandatos de la ley, punto bastante oscuro e insuficientemente estudiado aún por la doctrina. Toda presunción iuris et de jure, al imponer una certeza legal, que pudiera estar acaso en oposición con la certeza material, es un mandato, acaso ilógico, y hasta injusto en el caso concreto; por lo que no están muy lejos de lo cierto los que en esta clase de presunciones descubren un elemento de ficción. De todos modos, la inderogabilidad no es un criterio distintivo aplicable a las presunciones iuris et de iure.

Por consiguiente, en favor de la opinión predominante que ve en el art. 811 una donación simulada están lo mismo el origen histórico que la razón lógica de esa disposición.' En el Derecho antiguo francés comenzó a sentirse la necesidad de otorgar una protección eficaz a los intereses de los legitimarios expuestos a sufrir lesión en su legítima por las liberalidades hechas simuladamente a favor de los sucesores. Por eso, la ley del 17 nivoso del año II declaró nula toda enajenación a fundo perdido o con la carga de una renta vitalicia a favor de un presunto heredero, por considerar esas circunstancias como indicios absolutamente ciertos del carácter gratuito de la enajenación. Más tarde abolido por el Código de Napoleón el principio reaccionario del tiempo de la Revolución francesa relativo a la absoluta igualdad de concurrencia a favor de los legitimarios, se consintió al testador dispensar a alguno de estos legitimarios de colacionar las liberalidades recibidas, pero se mantuvo todavía la antigua presunción de que en el hecho de enajenarse a fundo perdido debiera reconocerse una liberalidad, aunque con distinta sanción, ya que, en vez de la ineficacia absoluta, se ordenó fuese imputada en la parte disponible y reducida en cuanto de ella excediese, derogándose el art. 918 del Código francés, del cual es reproducción el 811 del italiano. Los precedentes históricos están de acuerdo con la razón jurídica de la ley. En ningún modo podría justificarse la norma del art. 811, preceptiva de la imputación y reducción, sino partiendo necesaria y exclusivamente del concepto de una liberalidad. Por lo demás, debe reconocerse que la presunción de simulación queda limitada a los efectos especiales que en dicho artículo se le atribuyen, y no puede tener, dada su índole, aplicación más amplia.

Fuera de esos dos casos, no podemos afirmar la existencia de otras hipótesis en las que se presuma la simulación. Si a veces parte la ley de la sospecha de simulación, ello no puede estimarse bastante para determinar la índole del acto o contrato, pues se precisa, además, la concurrencia de otros motivos de carácter general. No es posible, por tanto, ver una presunción de liberalidad disfrazada en la disposición del art. 1.011, que confiere al heredero la propiedad de las ganancias obtenidas mediante sociedad constituida con su causante, ni en la del artículo 1.704, que prohíbe la sociedad universal entre personas incapaces de recibir y hacerse donaciones mutuamente, pues en ambos casos se trata, sí, de donaciones indirectas, mas no de donaciones disfrazadas. Tampoco pueden considerarse como presunciones de simulación los preceptos del Código de Comercio que anulan todas las operaciones realizadas por el quebrado en el período de tiempo sospechoso anterior a la declaración de la quiebra (art. 709), o el del Código de Procedimiento civil, según el cual no pueden hacerse valer contra el adjudicatario los arrendamientos cuya renta sea inferior en una tercera parte a la que señalen peritos o a la que se hubiere establecido en arrendamientos anteriores de los bienes, porque en ambas normas se condena más bien el fraude, de cualquier modo empleado, que la ficción u ocultación del contrato.

Tampoco puede verse una presunción de simulación en la norma del art. 1.237, según la cual no hace fe contra tercero la fecha de una escritura privada si no reúne condiciones de certeza legal, ya que si este principio ha querido establecer una garantía a favor de los terceros, protegiéndoles contra el peligro de una simulación de fecha, no por ello puede decirse que, a falta de dicha certeza legal, la fecha de los documentos privados haya de tenerse, sin más, por simulada. La fecha es y será verdadera, y hará fe entre las partes y sus herederos y representantes, al igual que el contenido del documento en que aparece, y haría también prueba contra terceros si la ley, por motivos de interés general, no hubiese querido dejar la protección de éstos a merced del resultado de una impugnación, poniéndolos, por el contrario, en una condición privilegiada en la que puedan esperar tranquilamente los ataques que se les dirijan, rechazándolos con la sola negativa.

Hoy no se toma en serio esta teoría, tanto más cuanto que el aforismo citado, de dudoso valor en el Derecho moderno, resulta también inaplicable para el antiguo, ya que, según la mejor doctrina del Derecho intermedio, existía turpitudo en el solo caso de violación de una ley prohibitiva, o en el de ofensa a las buenas costumbres, y la simulación en sí misma no resulta prohibida ni ofende la moral pública. Y, en efecto, si antiguamente Paolo de Castro y otros consilistas sostuvieron la inadmisibilidad de la prueba entre contratantes, la mayoría de los tratadistas se libró de tal error, porque el contratante que impugna la simulación no se funda en su propia turpitudo, y sí en la falta de consentimiento. Es de notar, sin embargo, tanto en los antiguos como en los modernos tratadistas, la influencia de una mal disimulada confusión entre la posibilidad de prueba de la simulación entre partes y la oponibilidad de la simulación misma en cuanto a terceros; cuestiones ambas independientes y esencialmente diversas. Pero si la imposibilidad de la prueba de la simulación entre contratantes no es sostenible, ni sostenida, queda todavía cierta prevención en los comentaristas hacia esta prueba, prevención o desconfianza que se manifiesta en varias formas. Durante mucho tiempo dominó en nuestra práctica procesal la opinión de que los contratantes, para probar la naturaleza simulada de los contratos, debían servirse exclusivamente de una contradeclaración. ¡ Cómo si el precepto del art. 1.319 implicase una concesión privilegiada fuera de la cual los contratantes no pudieran hallar defensa! Se decía: puesto que los contratantes tuvieron posibilidad de hacer una contraescritura, peor para ellos si no se previnieron haciendo ese documento; mas no se tenía en cuenta que de la posibilidad de hacer una cosa no cabe deducir su necesidad, ni que es arbitraria toda limitación, salvo la que resulta de lo dispuesto en el art. 1.341. También esta opinión ha sido poco a poco abandonada, y son raros los fallos recientes de los Tribunales que mantienen ese error. Idea tan original debía producir, sin embargo, nuevos frutos. A esta inconsciente tendencia pudiera asimilarse otra opinión más reciente y aparentemente fundada sobre base jurídica, según la cual, cuando se trate de impugnar un acto para el cual se requiera ad substantiam prueba escrita, los contratantes han de presentar necesariamente una contraescritura, sin que la prueba testifical, aun enlazada con un principio de prueba escrita, ni la confesión o el juramento, sean admisibles.

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